Manuel Marín (Costa Rica)
Margareta
El azar, más que otra cosa, me llevó a casa de Margareta, mujer excéntrica que por razones nunca reveladas solía monologar por horas frente al espejo, simplemente como alguien que había perdido el juicio; pero si se prestaba atención, se descubría que aquella voz gangosa e insoportable estaba constituida por varias que hablaban al unísono. Sí, Margareta poseía una rara particularidad en su voz, que sonaba en las conversaciones cotidianas lo mismo que una pareja de viejos al fondo de una caverna. A esto hay que agregarle, para completar el espectro, el chillido de un garfio contra una espada oxidada y el ulular del viento entre los árboles. Pero cuando estaba sola, o me dejaba en la sala de su casa esperando, al hablar concentrada consigo misma frente al espejo, su voz se bifurcaba y entonces eran reconocibles con toda claridad la voz de una niña y la de una anciana. Ya nada recordaba el garfio contra la espada, aunque el resuello del viento permanecía. No recuerdo de qué hablaban, para el caso da lo mismo, lo fascinante era que la voz de la anciana era igual que la de mi madre antes de su muerte, y a lo mejor también la de la niña, en un viaje imposible a esa niñez imaginada. Y aquella caverna me parecía un lugar conocido, por el ulular del viento entre los árboles. Luego, la espada sonaba como aquella con que mi padre jugaba a don Quijote para hacerme reír, y el garfio no era en realidad un garfio, sino la arrugada vaina de la espada. Era por eso que en casa de Margareta me sentía de nuevo niño, aunque si soy justo, debo decir que su espejo no era tampoco un espejo sino la ventana de mi habitación, y Margareta, no sé si se llama Margareta, pero viene muy a menudo a saludarme con esa sonrisa suya que es capaz de llegarme al alma. Y de aquellos viejos al fondo de la caverna, el viejo soy yo, en realidad el único y solitario viejo. Es probable que Margareta pase por mi ventana en breve a saludarme como siempre. ¡Si tan solo pudiera oír lo que me dice!
Gratitud en la memoria
La ciudad era otra, extrañamente ajena e indescifrable para él, que había recorrido todas sus antiguas calles y callejuelas, sus entonces predios y dehesas, ahora pobladas por conglomerados habitacionales de inenarrable fealdad, como si todos los hormigueros y nidos de comején de otrora se hubieran agigantado de repente, monstruosamente, devorando la ciudad de su niñez con todos sus habitantes. Nadie parece recordarlo, hasta que descubre en los jardines de la vieja iglesia una pareja de ancianas que reconoce en seguida, una de ellas, ahora ciega, asida del brazo de la otra. No puede evitar que sus ojos se llenen de lágrimas al recordar como veinte años atrás las había ayudado cargando un hato de leña, que las pobres mujeres llevaban entre ambas, hasta el asilo de ancianos, donde vivían haciéndose mutua compañía. Recordó cómo en gratitud le regalaron una bolsa de chiles picantes del matojo frente a su celda. Entonces se acerca a ellas y las saluda, procurando no mostrar su conmoción. “¿Quién es?” pregunta la ciega. “Es el muchacho que nos ayudó a llevar la carga de leña, ¿lo recuerdas?” “¡Claro que me acuerdo!”, dice la ciega, intentando mirarlo con el rostro consumido. “Debe estar hecho todo un hombre.”
Esas cosas…
Sin saber cómo, traicionando sus convicciones de ateo indomable, se vio de repente en la iglesia, casi solo. Y esto lo alegró, pues nadie se enteraría de aquella debilidad, de que había caído, como solía decir, en las garras de Dios. Se sentía empero liberado, románticamente débil, capaz de soportar las más melosas lindezas, capaz de permitir que por su boca salieran, como antes, palabras de amor. En el altar titilaban algunas velas amarillentas humeando las últimas plegarias encomendadas. El salón era muy amplio y poseía seis hileras de banquetas divididas por dos pasillos que se cruzaban formando así la cruz. Miraba a una muchacha sentada dos banquetas delante de la suya, vestida de verde y cargando un niño en el regazo. Su niñez había pasado por la misma escuela que la suya, los mismos aguaceros y sequías, el mismo árbol en el que injertaron sus nombres a fuerza de puñal, frente al mismo arroyuelo que todavía murmuraba a los cuatro vientos todo el amor de sus besos y caricias, el último susurro de su inocencia caduca… “Te me vas a un internado. Y tranquilo, yo veré que la criatura coma”, fueron las palabras de su padre una mañana de octubre. Aquello había sido un año antes de la escena en la iglesia. Ni siquiera se vieron. Él tenía tanto que decirle, que acabaría no diciéndole nada. Era mejor tragarse las lágrimas. El niño iba creciendo y él, algún día tendría una tumba en la que su hijo conocería su nombre.
Manuel Marín Oconitrillo (Alajuela, 1970). Escritor y cantante. Vivió su infancia y adolescencia en Cañas, Guanacaste. Desde el año 2000 radica en Colonia, Alemania, donde forma parte del coro de la Ópera. Estudió canto en las escuelas de música de la Universidad de Costa Rica (UCR) y de la Universidad Nacional Autónoma de Costa Rica (UNA). Realizó su debut en la ópera con La cambiale di matrimonio, de G. Rossini. Se ha especializado en el lied y su repertorio incluye desde obras renacentistas hasta contemporáneas, de tres continentes y en diecisiete idiomas. Incluido en Historias de nunca acabar. Antología del nuevo cuento costarricense (2009). Ha publicado los volúmenes de cuentos Cerrando el círculo (1993), que tuvo edición en alemán (Schließt sich der Kreis, 2013) y Fábula de los oráculos (1997 y 2009), con su respectiva edición en italiano (Favola degli oracoli, 2013); las novelas De bestiis (2007) y El día de la tercera revelación (2013) y el poemario Invocaciones (2012).
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