Jesús Amalio Lugo (Venezuela)
El cachicamo.
A la memoria de Missouri (mi gato).
Amarillo, psicótico y perdido.
¡La hormona del edén! Le apodarían con ironía después para molestia del doctor Rousseau.
Siendo él un veterinario cansado de contemplar la limitada y estrecha mente animal, decidió desarrollar un medicamento capaz de acelerar e incrementar el proceso de aprendizaje de las bestias. Solicitó en los periódicos animales tontos que personas ya hartas quisieran abandonar. La respuesta fue inmediata, al día siguiente en la sala de espera encontró a cuatro perros dálmatas sin sentido del equilibrio, tres gatos gordos, dos cotorras mudas, y una bolita de escamas, un cachicamo, del cual nadie (ni enfermeras ni secretarias) supo darle nunca razón de procedencia. Los experimentos comenzaron. A cada uno de los sujetos de prueba (entiéndase por su sujeto a los animales) le suministraron una buena dosis de la hormona. ¡Fue como magia! El doctor se paseaba extasiado entre las habitaciones viendo la reacción en cada caso.
Nota 1: Los gatos a primeras horas establecieron comunicación con lenguaje escrito, una enfermera adivinó en sus garabatos la solicitud de un espejo. Aún no comen nada, luego de verse, no han parado de vomitar. Diagnóstico pertinente: bulimia y posible anorexia.
¡Impresionante! Desarrollaron conciencia de sus propias cualidades.
Nota 2: Los perros se mueven elegantemente en dos patas e intentan ladrar palabras humanas. Adicionalmente se han divido. Tres de ellos aislaron a otro por tener las manchas demasiado grandes, y una orientación sexual diferente.
¡Qué maravilloso, son consientes de las cualidades de sus semejantes!
Nota 3: Las cotorras hablan con fluidez castellano y algunas expresiones en francés, cómo dato curioso: se niegan a volar, lo encuentran demasiado riesgoso, y temen a las alturas.
¡Sin palabras! Suprimen sus instintos básicos usando el razonamiento lógico.
Nota 4: El cachicamo aún sigue hecho una bola, posible causa: demasiada estupidez.
La comunidad médica y la de zoología, se mostraron ansiosas ante los resultados obtenidos, y solicitaron al doctor la presentación de los animales en una rueda de prensa. Éste, nervioso y con ganas de sorprender, ordenó que se les inyectara otra dosis aún más potente de la hormona, y los encerró a todos en una sala de proyección donde se ilustrarían con la historia de la humanidad; desde la prehistoria, pasando por la industrialización, hasta la modernidad. A las tres horas, el doctor entró al salón; encontró al cachicamo cerca de la puerta ensimismado en la tarea de comerse una cucaracha, negó con la cabeza exasperado. ¡La estupidez del cachicamo claramente era insalvable! Encendió la luz. Sólo se escuchó el aleteo de sus notas al caer, al descubrir que todos los demás animales se habían suicidado.
Revelación.
Luego de morir abrió los ojos y vio a Dios. Primero soltó el aire con sorpresa, para después dejar escapar una sonora carcajada.
-¡¿Entonces, eras tú?!
El día perdido.
Jeremías despertó con la certeza de que el día anterior fue sábado, tenía recuerdos respaldados en programas y actividades que sólo realizaba justamente los sábados, sin embargo, el almanaque lo contrariaba señalando el día presente como un lunes. Siendo las fechas inexorables, no le quedó de otra que restarle crédito a sus recuerdos. “Tal vez -pensó- una pequeña confusión tres semanas atrás, rodó como bola de mocos arrastrando otras confusiones y acontecimientos (madrugadas frente a la computadora, borracheras, siestas, días feriados, y otros sucesos que nos desordenan los tiempos), dando como resultado que me saltara un día, sí, eso tiene que ser”. Conforme, se levantó: salió, creció, se graduó, trabajó, se casó, vivió y murió ya viejo, sin volver a pensar nunca en aquel supuesto desliz mental. A diferencia del Jeremías que está golpeando impotente y rabioso las paredes de su habitación; maldice a la ley maniática de la física que sin motivos expulsó y aisló ese día del resto de los días. Y lo sancionó a él, a no progresar ni retroceder, a no morir, ni siquiera envejecer. Jeremías, encajonado, se ha vuelto un semáforo siempre en rojo, allí está, gritando para que alguien lo salve, condenado a vivir eternamente en el domingo.
La Vez.
Había una Vez, existencialista y reflexiva, que suspiraba al comienzo de una página meditando acerca de su condición de anacoreta; por motivos y tradiciones ajenas a su breve voluntad, era forzada a existir específica sin ninguna compañía, ¡pobre Vez! Cómo deseaba con lágrimas en los ojos, descoserse de la refinada “z” renunciando a la particularidad, y abrazarse de la “ces”, siendo la repetición antídoto infalible contra el singular que la apresaba. No soportaba tanto egoísmo por parte de ellos, desde siglos evocándola tan sola y casta. ¿Ves a la Vez? A la vez triste y esperanzada, imaginándose que cualquier criatura, compadeciéndose por ella: por una Vez. Hiciera a un lado estilo y sintaxis, y la salvara de la soltería, dándole pie a algún relato con el tan anhelado “Había dos veces…”.
Asesinado de antemano.
Aprieta con fuerza las manos alrededor del cuello tibio. Detiene la vida, a pulso, destripando las venas hinchadas, retorciéndose para soltarse. Espasmos. Un último estremecimiento ojos exorbitados pulmones secos chispas de semen contra la pared.
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