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En busca de Arthur Cravan

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Luis Moreno Villamediana (Venezuela)

Esa noche fui a comer con Martine donde musiú Jourdan, en el 10 de la rue des Bons-Enfants, porque me atrajo el aviso que leí en una revista:

¿Dónde se encuentran

            los POETAS…

                        los CHULOS…

                                    los BOXEADORES… ?

                        Chez Jourdan

                        RESTAURATEUR

Yo escribía versos cada tanto, muy malos pero muy entusiastas. Al menos a Martine le gustaban. Más le valía. Si se hubiera burlado al leerlos le habría puesto un ojo—el derecho, amarillento—morado. Pero el fervor de Martine no me volvía poeta y mi impulso violento no me hacía boxeador. Martine era mi puta, hay que decir. Pues eso: fuimos a cenar a ese lugar porque yo, Ferdinand de la Croisselle-Buvard, era un chulo elegante.

 

¿Y allí conoció al señor Cravan?

Fue en el restaurante, claro. Ya usted debe saber que el fulano anuncio aparecía algo cambiado en cada número de Maintenant. La revista de Cravan, usted sabe.

Claro.

El señor Cravan se sentaba más bien cerca de la puerta. Esa noche estaba solo. Era un tipo espigado. Le encantaba abrigarse con pieles y jamás se quitaba el bombín. Martine le curucuteó los brazos. Según ella, no eran fuertes. La pronunciación de ese hombre era bastante especial, consciente— diría como estudiada—, a las letras dobles les daba su valor. Nadie más lo hace en Inglaterra. Como en las palabras adding, yellow. Cravan se detenía en las vocales con pereza enamorada.

Usted está usando las frases que Cravan escribió para hablar de Oscar Wilde.

¿Será?

. Se nota que conoce con detalle la revista. Pero dígame por fin lo del pleito.  

Martine lo sedujo. Cravan pidió un par de botellas de champán y las terminamos rápido, como náufragos. A Cravan se le veía en los ojos la derrota. Me dio la impresión de que llevaba su vida como un ajedrecista: adivinaba en su cabeza los movimientos ajenos, los golpes, hasta los abandonos. Tal vez mientras bebía iba sintiendo no solamente las caricias interrumpidas y ensayadas de Martine, no solamente mis puños, sino hasta los del negro futuro Jack Johnson, usted sabe, y la cachetada final de Mina Loy.

La mujer de Cravan.

Sí. Yo redacté un poema donde ponía la cifra que cobraba por media hora con Martine. No me pregunte cuánto: soy un chulo elegante. Cravan aceptó, aunque en su cara se leía que yo lo iba a noquear por pendejo. Él anticipaba qué casilla ocuparía cada quién y hasta cuánto iba a dolerle una estocada. Era un tipo raro. Me comentó que si yo era poeta él podría publicarme alguito en Maintenant. Me morí de la risa. En su cara. Qué iba a ser yo poeta, ni boxeador, siquiera. Él tampoco. Le comenté que su texto “Hie!” era una mierda. Usted se acuerda, ¿no?

Sí. “¿Qué alma va a disputarse mi cuerpo?”

Etcétera. Un horror. Cravan se quedó mudo. Martine lo sostuvo porque pensó que iba a desvanecerse y a abrirse un hueco de sangre en la cabeza. Qué risa todo. En fin, salimos a la calle. A unos pasos estaba el Hotel Louvre Bons Enfants, de balcones minúsculos. Subimos los tres, porque yo jamás dejaba a Martine de su cuenta, no fuera a ser que alguien la maltratara, le jalara los pelos. Y me encanta mirar, además, como los locos y los degenerados. Cravan no dio la impresión de molestarse. Martine se desnudó tan lentamente que el cliente carraspeó. A lo mejor temía que consumiera la media hora completa quitándose el vestido. Él quedó en pelotas rapidito. Lo tenía grande. Me morí de la risa. Martine se tapó la boca para contener su propia carcajada. Lo tenía grande, cómo no, pero no más que uno: treinta y ocho centímetros y cuente. Tuve que mostrárselo ahí mismo para que no dudara. Fue entonces que cambiamos el trato, delante de la codicia de Martine, que se relamía y con los dedos de ambas manos calculaba su maldita esperanza.

Renaud-Perrin

¿Qué decidieron?

Que íbamos a boxear encima de la cama. El ganador se quedaba con la plata de Martine, más el doble de eso. Un dineral. Cravan lo pensó o lo vivió en su imaginación, como le comenté. Adivinó las vueltas de su cuerpo y el mío sobre la plataforma de aquel bastidor, la llegada de mi uppercut zurdo desde la pura puerta del infierno, el balanceo de la carne—lo único personal en ese trance, más allá de los recuerdos—, la fatiga que nace en el ceño, el jab de mi brazo derecho, discreto, sin marquesinas, el regusto resentido de Martine hacia él, que era inocente de cualquier mal que hubiera en su vida, el cabezazo sucio… Perdió de antemano, pero aceptó. Su leyenda es la del perenne derrotado.

¿Y luego?

Duramos combatiendo unos cuarenta y cinco minutos. Pasó lo que Cravan había previsto en su sueño: cayó en cámara lenta—rarísimo—sobre el tapete persa falso, diagonal al baño. Martine se acuclilló a su lado y le sobó el corpachón después de restregarle un poco de mentol. Le midió el pene: treinta y tres centímetros, la edad de Cristo transmutada en virilidad gracias a una extraña eucaristía. En la gorja le cabía a Martine con más facilidad que el mío. ¿Vio?

Pero no termina ahí la cosa.

Es que Cravan era orgulloso. Recuerde lo que le dijo a André Gide: “Prefiero el boxeo a la literatura”. En los dos oficios era malo, pero insistía con ambos porque necesitaba negar de plano lo que vislumbraba dentro de sí al cerrar los ojos. Me propuso que saliéramos a pelear toda la noche por las cuadras cercanas. En un umbral de la rue Saint-Honoré me sacó este diente, ¿lo nota? No se engañe, ésta es una prótesis. Pagué un platal. Cravan se lució especialmente frente al Café Palais Royal. Aún había gente allí de lo mejor tomando té. Me tumbó, lo admito: Martine se distrajo con un caballero plateado, de frac, y también me distraje. Justo en esa esquina Cravan lucía hercúleo, moviendo los puños en redondel, como si fueran autónomos y pudieran hacer daño sin ayuda. Dicho así suena ridículo. Esa técnica debía ser parte de un secreto profundo, que lo forzaba a aceptar un destino aún abierto e indeciso. Cravan creció en la madrugada, en ese punto. Martine lo pegó a la pared y otra vez se lo chupó. Me comentó que sí, que lo sentía más grande. Tenía que vengarme. Me bastó suponer que ese combate yo lo recordaba a la distancia, desde el reposo del ganador, y no que lo ejecutaba en ese instante con la boca rajada, humillado. Como un ajedrecista inverso. Ya en la entrada de la Place du Carrousel le pegué un derechazo mortal e inventado. No mortal, pero bueno… Así habla uno. Sé que mi brazo hizo un movimiento anómalo, de muñeco roto, y que el puño iba sólido, no completamente cerrado, pero nada más. Ni me pregunte. En la Quai des Tuileries, más allá del Pont Royal, sentí una brisa tibia. La interpreté mal: pensé que era una pausa y relajé los músculos. Cravan me partió la nariz. Todavía se me ve como hinchada, ¿no cree?

Sí. Como un apio.

Me dolió un montonero. Giré el torso una vez y otra y en una inclinación descubrí que Cravan iba mal afeitado y que tenía, en la papada, una mancha negra, una vainita. Supe que era un blanco, qué cosa. Martine en ese instante se rió: andaba de payasa con un motorista. No logró distraerme. En esa marca de Cravan metí un uppercut histórico, con la mano izquierda. Ahí Cravan cayó el suelo haciendo ruidos, pasito, hasta en cámara lenta, otra vez. Qué desgraciado. Me pareció la comedia de otras caídas, una repetición gastada y ahora comprometida con el flirteo de Martine. Al motorista le grité que se fuera.

¿Y ahí terminó?

No, no. De alguna forma Cravan llegó hasta el Pont de la Concorde. Martine me juró sin cansarse que el fulano voló. Yo qué le iba a creer. El caso es que fue su turno hacerme daño, con un jab llenito de nudillos derechos. Me derrumbé como en un gran vacío, viendo más de cerca la noche, algunas escenas de mi vida, los ojos brillantes de Martine, que aplaudió como niña. A lo mejor le gustó el arte de ese golpe especial, no el artista. La acera debía tener resortes, porque fui a dar a la cubierta de un bateau mouche, donde volví a rebotar, y terminé junto a una estatua de la Asamblea Nacional.

Suena como a boxeo de historieta.

¿Será? Le digo que sentí todo el cuerpo muerto. Al voltearme, Cravan estaba a mi lado. Otra estatua. Como pude, le pegué en la frente. Me pegó él, ni sé cómo pudo. Le di un codazo en el pecho. Me sacó sangre en el mentón. Le jalé el pelo. Me puyó en los ojos con las uñas largas. Lo escupí. Como provocándome, a qué, me tiró unos besitos. Le mordí la oreja izquierda. Martine le dio un taconazo y de inmediato se lo chupó otra vez. Es que estábamos desnudos. Ni me pregunte cómo. Martine comentó que el pene se le puso pequeño: no más de veintiún centímetros, quizá. En fin. Un sangrero.

Poco después Cravan se fue a Barcelona.

Sí. Y Johnson lo acabó en seis rounds. Dicen que esa pelea estaba arreglada. Yo sé que aquella noche, como he dicho, Cravan soñó con los golpes de aquella pelea en Barcelona, porque su truco era prever—entienda, no evitar—cada riflazo. Un dadaísta excéntrico dentro de la locura. Y sí le digo, no era ni mala gente. Cómo llegamos a los predios del Hotel Biron, sabrá dios. Estábamos vestidos, muy manchados de sangre. Martine lucía aburrida. Ya casi amanecía. Cravan me dio la mano como un buen caballero y se sobó la mejilla derecha, perdido en otro mundo. Supongo que anticipaba la cachetada de su esposa. No lo juro, eso sí. ¿Será que el tipo guardó esa cachetada para el momento justo y que eso lo hizo caerse del barco en el Golfo de México?

No suena mal.

Un caballero.

Ganaron las maneras.

Eso pasa entre personas elegantes.

Por último, me dio risa que usted dijera “gorja”: “En la gorja le cabía a Martine con más facilidad que el mío”. Yo hubiera dicho “garganta”.

Soy un chulo, es verdad, pero francés. Y no se hable más, porque le doy.

Luis Moreno Villamediana (1966). Luis Moreno Villamediana. Nació en Maracaibo, pero cruzó el puente. Escribe poesía. Tiene una perra, también un gato. .
Twitter: @humorvagabundo.
Fotografía: Ednodio Quintero


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