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Trampa-jaula

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Liliana Lara (Venezuela)

Una gotera no era de extrañar. Su puntería golpeaba resueltamente en una olla de peltre que había puesto un empleado del hotel para impedir que la alfombra se siguiera mojando. La lluvia afuera era opaca, vaporosa y a la vez violenta. Las ramas arañaban la ventana de su habitación pero poco le importaba a él, que ya había revisado los pronósticos del tiempo desde su teléfono, descartando tormentas tropicales y posibles catástrofes de la zona. El cuarto era confortable, después de todo, con esa ventana selvática y un aire acondicionado potente. El recepcionista le había ofrecido cambiar de habitación, pero él no había querido arriesgarse a un cuarto más caliente o que tuviese una ventana que mostrase otras ventanas o los techos de zinc de las casas céntricas que aparentaban ser coloniales. Así que se quedó allí, con el tic-tac del tiempo marcado por los golpes del agua en una palangana blanca, augurando el insomnio.

Apenas llegó a la habitación observó por aquella ventana que todavía las ramas de los árboles seguían llenándose de pájaros a cierta hora de la tarde; pájaros negros cuyo nombre siempre le fue desconocido. Tordos — pensó. Buscó la palabra “tordo” en su teléfono y le sorprendió saber que se refería a muchos y variados tipos de pájaros e incluso a algunos peces.  Le gustó la amplitud del significado, le pareció que era lo que le correspondía a tal cantidad de pájaros negros, anodinos, sin ninguna seña que los rescatara de ser sólo un pelotón anónimo y gritón. Entonces recordó a aquel turpial que su padre había comprado en la carretera hacía muchos años. Esa misma carretera por la que él viajaría mañana por la mañana. El turpial tenía plumas brillantes: anaranjadas, amarillas y negras. Tenía un pico puntiagudo y ojitos movedizos. Era muy diferente a los otros pájaros que caían en la trampa-jaula que tenían en el balcón. El padre había dicho que se había sorprendido por los colores cuando lo vio en una jaula mal hecha que un niño balanceaba a orillas de la carretera.  Lo ofrecía a la venta; gritaba que era un turpial; el mismo niño tenía algo de pájaro. Entonces el padre detuvo el carro a un costado de la vía y lo compró para llevárselo a los hijos. Es un turpial — había dicho apenas llegó al apartamento y puso la jaulita sobre la mesa de la cocina — y los turpiales se mueren de la rabia cuando están en cautiverio. Pero esto no lo supo cuando lo compró ni tampoco se lo dijo el niño que se lo había vendido, más interesado en vender su mercancía y llevar algo de plata a la casa o gastársela en una coca cola. Esto lo supo unos minutos después, cuando se detuvo a cargar gasolina en la estación de servicio que estaba en la entrada de la ciudad.

Mañana él viajaría por esa misma carretera por la que tantas veces viajó su padre mientras estuvieron viviendo en Maturín; iría hasta un poblado ínfimo llamado La Viuda en un jeep de la alcaldía. El contratista le había comentado que todos los gobernantes que había tenido el estado habían querido conectar la ciudad con el mar, pero luego los planes y proyectos quedaban engavetados, llenándose de moho y chiqui-chiqui. En su teléfono no encontró ninguna definición para la palabra chiqui-chiqui, sólo una canción española o colombiana, no le quedó muy claro y no tuvo ánimo ni tiempo para averiguarlo. No quiso decirle a aquel hombre que eso ya lo sabía, que en esa carretera utópica que por fin le daría mar a la selvática Maturín había trabajado su padre hacía muchos años.

Durante las horas en vela marcadas por el repiquetear de la gotera la palabra chiqui-chiqui le había seguido dando vueltas en la cabeza. La había escuchado antes, estaba seguro, en esos días de la infancia en los que vivió en aquella ciudad. La había repetido aquella noche el recepcionista delSougetsuno Kisetsu hotel. Que esperaba que el agua y el calorón — había dicho aquel hombre encorbatado y extremadamente formal – no hicieran chiqui-chiqui en la alfombra. Viniendo de su boca, la palabra estaba fuera de lugar, no combinaba con su trato educado en exceso ni con su discurso aprendido. Escucharlo era como escuchar una grabación de lo que debe ser un eficiente recepcionista de hotel. Sólo que aquel hotel no era eficiente, no era cinco estrellas – tal vez tres- y aquella palabra descubría la falsedad de su postura, lo barato de su traje, su corbata de utilería. Aquella palabra develaba la verdad de un hotel de goteras recogidas en palanganas de peltre. En eso pensaba él mientras el recepcionista se deshacía en su arenga acartonada. Papeles y alfombras que se llenan de chiqui-chiqui. La imagen de una camiseta blanca invadida por punticos negros que con el tiempo habían comenzado a crecer y se habían vuelto una mancha negra y caliente se asomó a su mente, ahora dedicada a desempolvar memorias. Era una camiseta de su uniforme de escuela que se le había mojado y había sido olvidada en el fondo oscuro de un closet que poco se abría en aquellos días. Mirarla de pronto arrasada por los punticos negros les había parecido un mal presagio a él y a su hermano. Un mensaje de ese mismo diablo que no paraba de mear sobre las calles y los techos. Una señal de lo que más tarde ocurrió en aquel closet. En aquel lugar pasaban cosas muy raras y sus compañeros de clases todavía no sabían leer bien ni escribir de corrido.

Liberarían al turpial a la mañana siguiente. Ese fue el acuerdo al que se llegó ante el llanto de los niños. Nunca habían visto un pájaro tan bello, con tantos colores, sólo esos pajaritos negros que caían en la trampa-jaula que su padre había colocado en el balcón, apenas se mudaron a Maturín. ¿Tordos? En cambio éste era realmente hermoso, no en vano estaba dibujado en algunas monedas y escudos. Cuando por fin se sintió menos acosado por las miradas y los dedos de los niños, cuando finalmente quedó sólo en la cocina con la luz de la hora en un reloj digital iluminando de naranja la oscuridad, el turpial abrió su pico puntiagudo y soltó un canto mínimo y extraño, un trino como de flauta microscópica y cristalina. Los niños lo escucharon desde sus camas y se durmieron felices de por fin tener un pájaro de verdad. No lo liberarían — pensó él antes de quedarse dormido. ¿De dónde había sacado su padre eso de que el turpial se muere de rabia cuando está en cautiverio? El padre no sabía nada de pájaros, era sólo que desde que se habían mudado a Maturín se había impresionado ante la cantidad de aves de todo tipo que atravesaban el cielo dependiendo de las migraciones, las lluvias o los vientos. Un día apareció con aquella trampa-jaula que era bella incluso estando vacía. Hecha de varitas de una madera muy pálida, parecía un tejido indígena. Una cesta para llenar de alas. Un gran rectángulo con forma de casa, conformado por tres compartimientos. El del medio era la jaula propiamente dicha; alto y con techo triangular, recordaba a una iglesia. Los compartimientos que estaban a cada lado eran las trampas. Sobre ellos se ponía el alpiste, y cuando algún pájaro se posaba para comer, el piso cedía y caía el pobre animal en una pequeña jaula cuadrada y bien cerrada. El padre había comprado la trampa-jaula en aquella carretera por la que pasaba todos los días desde que se habían mudado a Maturín. La había traído una tarde junto a una bolsa llena de alpiste y la había colocado en el balcón, preparada para la cacería. Aquella primera vez se habían escondido detrás del ventanal que separaba la sala del balcón, entre las cortinas, y enseguida habían sido sorprendidos por el plak de la portezuela cuando se cerraba. Un ruido como un disparo que indicaba que ya había caído un pájaro. En efecto, el primer pájaro estaba allí, asustado por el ruido, los barrotes, los ojos y los dedos de los niños. Luego lo había olvidado todo y se había dedicado a comer el alpiste. Cerebro de pajarito – había dicho la madre. La idea era no ser dueños de ningún pájaro, no robarles su libertad. Sólo atraparlos para mirarlos de cerca, dejarlos comer un poco, tratar de acariciarles las alas metiendo los dedos entre los barrotes, y finalmente abrirles la puerta para que se fueran y así poder cazar otro. La gracia estaba en cazar pájaros, no en retenerlos. Su hermano había agarrado un cuaderno viejo para anotar detalles de cada pájaro atrapado antes de soltarlo. Una rudimentaria guía de observación de aves llena de tachaduras, errores ortográficos y dibujos que se iba llenando de pájaros repetidos. ¿Tordos? Algún día los pájaros se avivarán — decía — y ya no caerán nunca más en la trampa. Pero los pájaros seguían cayendo, seguían siendo estudiados, seguían siendo liberados. Algunos equivocaban el camino y en lugar de irse, revoloteaban en círculos por la sala antes de encontrar la salida. Uno estuvo varias horas aleteando en la oscuridad del baño, desorientado, no había habido manera de sacarlo hasta que finalmente se fue en un vuelo certero y casi suicida por sobre la cabeza de los niños, atravesando la puerta abierta. Algún día los pájaros ya no vendrán — insistía el hermano, que tenía extrañas teorías sobre animales e insectos. Cuando se lleva a cabo una matanza de hormigas — solía decir — hay que dejar una viva para que cuente la tragedia a las otras y ya no quiera ninguna venir a comer migas en nuestra casa. Entonces se dedicaba al exterminio y dejaba escapar al testigo.

Las gotas percusionando el peltre iban escaseando en la medida en que la lluvia escampaba o en que la olla se llenaba. Es que no para de llover en este infierno, había dicho su madre en aquellos días. O también: esta es la bacinilla del diablo. Esta última frase lo había llenado de miedo a él en aquel entonces. Un lugar perdido en la nada. Un diablo que orina lluvia. Una lluvia radioactiva. Algún prócer — o tal vez había sido un político, pero él no lo recordaba exactamente-  había dicho que Maturín era la bacinilla del cielo, sorprendido por la intensidad de las lluvias. Pero su madre había cambiado cielo por diablo. En el refrán y en sus días. Había comenzado a fumar y a envejecer mientras la lluvia impertinente sellaba toda posibilidad de salir a la plaza.

Ante la posibilidad de que el agua se derramase y el chiqui chiqui en la alfombra se expandiese inexorablemente molestando al señor de la recepción y a su corbata, no le quedó más remedio que levantarse de la cama y vaciar la olla de peltre en el lavamanos. Supuso que si la lluvia no cesaba, pasaría toda la noche vaciando en contenido de la olla. Asumió su destino, su noche en vela, sus recuerdos. Buscó en su maleta una botellita de whisky que había agarrado a último momento antes de salir y tomó del pico. Varios tragos para olvidar Caracas. Otros tantos tragos más para recordar los días vividos en esta ciudad hacía tanto tiempo.

Camino a La Viuda y mientras escuchaba de fondo la cháchara del chofer, las horas no dormidas le pesaban en los párpados. Le resultaba gracioso tener que hacer una “inspección ocular” en ese estado, con la mirada borrosa por el insomnio y los recuerdos. De su mirada de experto dependía el inicio de la obra, pero él estaba perdido. Había tenido tantas ganas de volver a esta zona, de retomar ese proyecto, de olvidar su propia vida y hallar algo que había perdido no sabía dónde. No podía evitar pensar en sí mismo como esa hormiga de la que hablaba su hermano, esa que había sido dejada viva y que debía alertar a las demás. Una hormiga torpe que no había sabido entender el mensaje, mucho menos transmitirlo y volvía al lugar de los acontecimientos a ver si quedaban vestigios que se lo explicaran. Aunque la verdad no tenía muy claro si todo había pasado en La viuda o en otro poblado y el único que había muerto había sido su padre, pero a causa de un cáncer extendido repentinamente. Sin embargo, hubo otra muerte, de eso no le quedaba ninguna duda: ese pequeño fallecimiento que supone el quiebre de las cosas más sólidas y la anulación de la infancia. El monólogo del chofer era político: alababa al gobernador, el estado de las carreteras, el hecho de que se haya retomado el proyecto de darle mar a la ciudad. Hablaba entusiasmado, casi descuidando el volante y olvidando el camino. Ciego, obviaba lo angosto de la ruta y los baches mal tapados. Él lo escuchaba intermitentemente. Muchas veces perdido en los recovecos de los recuerdos o en aquel follaje que parecía pintado. Comprobó si su teléfono tenía señal, si algún rayo de civilización pasaba a través de la maraña de árboles gigantescos y la maleza. Con ayuda de una señal muy leve, buscó en su teléfono Rousseau y miró el paisaje repetido en la pequeña pantalla.

Luego del trino, el turpial había muerto de rabia, tal como había pronosticado el padre, que no sabía nada de pájaros. Lo habían encontrado duro en su jaula aquella mañana, con los ojos y el pico apretados. Habían corrido hasta la cocina felices creyendo que lo encontrarían brincando, vibrando, pero estaba tirado sobre el piso de la jaula con las paticas cerradas como puños. El hermano lo sacó y quiso abrirle el pico o las alas, pero fue imposible. La muerte lo había convertido en piedra pesada, dura. Más que la muerte, era la rabia. Él se lo imaginaba poniéndose furioso como El Increíble Hulk, apretando todos sus músculos de tanto coraje hasta la inmovilidad. Verde. Morir de rabia desde entonces le pareció una de las peores formas de morir, la más injusta.  El padre entró a la cocina y encontró a los dos niños mirando al pájaro de palo. Entonces contó que antes de entrar a la ciudad se detuvo a cargar gasolina y a comprar cigarrillos en la estación de servicio que estaba antes de llegar, en las afueras. Como no quería dejar al pájaro solo en el calor del carro cerrado, lo llevó consigo. Puso la jaulita sobre el mostrador mientras esperaba que le prepararan un café, que le trajeran la cajetilla de cigarros. A su lado, un hombre se interesó por el ave. Era un hombre casi tuerto, tenía un ojo más pequeño que el otro. Pidió permiso para mirarlo, tomó la jaula y la acercó al ojo más grande. Es un turpial — dijo con acento extranjero, luego de inspeccionarlo – mejor déjelo libre, que si no se muere de rabia. Al padre le causó gracia escuchar una superstición pueblerina en boca de un forastero. Para no entrar en detalles explicó que lo llevaría a casa para que los niños lo vieran y que luego lo liberaría.

El hombre del ojo pequeño había estado en Vietnam. No el bar, sino la guerra – había contado el padre aquella mañana, antes de enterrar al turpial en los jardines de una plaza cercana. Los niños no tenían idea ni del bar ni de la guerra, pero no habían hecho ninguna pregunta. La muerte del turpial les pesaba en el corazón. Aquel trino escuchado en la oscuridad, antes de dormir, había sido el último previamente a que la ira se apoderara de su pequeño cuerpo y lo apretara hasta la muerte. ¿Cómo se podía tener tanta rabia? ¿De qué? — se preguntaba él mientras se secaba las primeras lágrimas con las manos llenas de tierra. El hombre del ojo pequeño hablaba en inglés. El padre se había alegrado de encontrar alguien que le hablase en ese idioma que ya casi había olvidado. Se habían sentado en alguna mesa de aquella fuente de soda y habían conversado un rato, mientras el pájaro aleteaba en su minúscula jaula. El padre con su inglés comprimido, el hombre del ojo pequeño con su inglés abierto y lleno de improperios. Sobre pájaros había aprendido en Vietnam, pero por supuesto que no sobre turpiales como ése, que de esos sólo había por estos lados.

Una niña le había cantado continuamente “Una bandada de pájaros blancos toma la forma de una V” mientras estuvo herido y esperaba recuperarse en una húmeda choza – había dicho el padre que le había contado el hombre del ojo pequeño. Enseguida se formó en la cabeza  de él una bandada de pájaros negros como una V en lo blanco de una página, pero el hermano se había encargado de arruinarle la imagen. Pero si en Vietnam no existe la letra V- había dicho. ¿Cómo no va a existir si es la letra inicial del nombre del país?- preguntó el padre, pero luego de pensar un rato, agregó: Tal vez se refiera sólo a la forma – concluyó mientras aplanaba la tierra debajo de la cual había sido enterrado el turpial enfurecido. Volvería a esa plaza y buscaría aquella tumba.- se dijo él al tiempo que el jeep se adentraba en una vegetación cada vez más condensada.

- ¿Es verdad que los turpiales se mueren de rabia? — le preguntó al chofer.

- ¡Claro! — contestó éste, complacido de poder reanudar la conversación luego de varios kilómetros de silencio. ¿No ha visto todos los que murieron en Arkansas, en los Estados Unidos, en el Imperio, pues? Turpiales de ala roja, decían en las noticias, cayendo como lluvia sobre las carreteras y en las cabezas de la gente. Muertos de rabia, de arrechera, contra esos gringos que no saben vivir ni dejan vivir a los demás – El chofer reinició su discurso que iba de lo político a lo real maravilloso, sin pausas ni punto y aparte. Y él inmediatamente dejó de escucharlo. Su vista se perdió en el follaje violento que bordeaba una carretera cada vez más solitaria.

Aquella canción parecía cantada por una vieja — le había contado el hombre del ojo pequeño al padre- pero salía de la boca de una niña chiquita. Se le había mezclado con un mal sueño producto de la fiebre y la gangrena. Que debían colocar sobre el pequeño montículo de tierra — había dicho el padre – alguna marca para recordar el lugar.  Entonces él había buscado piedritas redondas por toda la plaza. Había querido escribir la palabra turpial con ellas. Había llorado porque era una palabra demasiado larga para las pocas piedras que había encontrado y porque no habían tenido tiempo de ponerle un nombre al pájaro. Su hermano había querido formar una cruz de piedritas, pero él insistió en hacer una V como aquella bandada de pájaros blancos. Porque así vuelan los pájaros — dijo con tanta seriedad que los convenció a todos. No se atrevía a buscar aquella canción en su teléfono. Probablemente no existía o si en verdad existía, no hablaría de una V sino de otra forma, otra letra. Cuando el hombre del ojo pequeño les ganó la batalla a la fiebre y la gangrena — contó el padre — se quedó en aquella selva y aprendió sobre aves.

Había llegado a esta zona también por los pájaros- había contado su padre que le había dicho aquel hombre. Pájaros que aquí no le costaban nada, podían ser vendidos a coleccionistas gringos en unos cientos de dólares cada uno. El problema era hacerlos entrar allá sin que las autoridades lo notasen pues el contrabando de pájaros está penado por la ley.  Sacarlos del país no era ninguna complicación. El padre no había parado de hablar desde que habían encontrado aquel pájaro endurecido por la muerte. Era como si la muerte del ave corroborara todos los cuentos de aquel hombre con el que se había topado casualmente, antes de entrar a la ciudad. O tal vez quería que, escuchándolo, sus hijos olvidasen el episodio recién ocurrido. Pero en la cabeza de los niños la muerte se mezclaba con la historia de aquel extraño contrabandista de pájaros que había sobrevivido a una guerra, de esa niña cantando, de ese otro mundo que desde entonces imaginaron tan verde como Maturín.

El padre, que desde que habían llegado a esa ciudad solía quejarse por la falta de amigos, comenzó a frecuentar al contrabandista de pájaros. Pescaban los fines de semana – decía. La madre y los niños no iban, se quedaban en aquel pequeño apartamento céntrico ocupados con las mismas cosas cotidianas de siempre: los pájaros de la trampa-jaula, las tareas de la escuela, las labores domésticas. La madre era una estampa callada en medio de ollas vaporosas. Una voz que daba indicaciones a la señora que venía a limpiar la casa cada dos días. Otras veces era una imagen borrosa tras el humo del cigarrillo. Solía sentarse a fumar en el balcón, con cuidado de que el humo no le cayese a los pájaros recién atrapados en la jaula, entonces toda la humareda la cubría sólo a ella. Madre e hijos eran pájaros atrapados en una jaula de rutina, miedos nocturnos, silencios, aburrimiento y mucha televisión. ¿Una trampa? El padre iba y venía. Del apartamento al lugar donde se iniciaban los movimientos de tierra para construir la vía hacia el mar; desde allí a la hacienda del hombre del ojo pequeño. Luego llegaba de nuevo a aquel apartamento, aquella jaula, cuando todos dormían. Ponía cobijas, apagaba luces y televisores, liberaba pájaros —si los había.

En aquella hacienda, sus recorridos eran desconocidos. Pescaban — decía — y algunas veces atrapaban pájaros. Que algún día los llevaría — decía el padre cuando regresaba con algunos peces de río en una cava de anime y esa felicidad de quien ha estado mucho tiempo al aire libre. Peces insípidos- decía la madre, arrugando la cara, retirando el tenedor de su boca y apartando el plato. Los niños agregaban sal y ketchup y seguían comiendo. Que si no comen, no los llevo a pescar – decía el padre, mirando a la madre.

La Viuda no era realmente un caserío sino cuatro casas precarias en el medio de la nada. Unos cuantos kilómetros antes del poblado terminaba una carretera que él suponía había construido su padre a finales de los años 70. No había habido manera de corroborarlo. Lo cierto era que hasta allí había llegado el presupuesto gubernamental. Se necesitaba demasiado dinero para domesticar la maleza, derrumbar los árboles, abrir un boquete en el tejido fuertemente trenzado de aquel verde. Y qué interés podía tener ese mar sin playa, inhóspito, revuelto, marrón por la descarga caudalosa de los ríos. Después de esa pared vegetal, estaba ese océano rojizo, pero en aquel entonces el proyecto había quedado engavetado. Otras cosas más urgentes requerían atención – había dicho el padre antes de emprender el retiro e iniciar el desmantelamiento de la casa. Tras mucho empeño, favores y esperas, él había conseguido que lo nombraran encargado del mismo proyecto en el que había trabajado su padre hacía unos 30 años atrás. Nadie quería seguirlo, en todo caso, así que no fue complicado

El desmantelamiento de la casa comenzó también con la idea del hermano de vender los pájaros. Atrapar pájaros para luego soltarlos era como asaltar un banco y luego quemar la plata — dijo con una seriedad repentina. Probablemente ya tenía 12 años o estaría a punto de cumplirlos. El cielo era un gran banco lleno de pájaros que representaban lingotes de oro. El hombre del ojo pequeño lo había dicho: pájaros que en otros países costaban miles de dólares. Los tordos — ahora él suponía que eran tordos, en medio de su viaje por la nada de una carretera desahuciada- no valdrían tanto, pero si tal vez podían ser cambiados por chucherías. La muerte del turpial, además, los había endurecido a él y a su hermano. Una armadura de caballeros. Una orden secreta que pretendía vengar la muerte del único pájaro de verdad que habían visto. Ese trino cristalino que antecedió al endurecimiento de la ira los acompañaba en algunas pesadillas. Ya ningún pájaro importa, se habían dicho en medio de cuchicheos para no ser escuchados por la madre. Entonces el hermano trajo la caja de bolsas trasparentes hasta el balcón, esas mismas en las que la madre ponía los pancitos que llevaban cada mañana a la escuela. Llevarían allí a los pájaros, como peces. Los cambiarían por barajitas.

Pero la idea de las bolsas no funcionó: el primer pájaro que trataron de guardar en una de ellas la deshizo a fuerza de patas y pico. Pájaro bravo, enfurecido. Tenían que encontrar algo más fuerte. Pensaron en cajas de zapatos, pero no tenían tantas. ¿Tal vez cajas de cereales? Al hermano se le ocurrió que esa fuerza de pájaro encerrado sólo podía ser contenida en una lata de leche en polvo. Entonces se dedicaron a colectarlas, se las pidieron a la madre con cualquier excusa, tomaron más leche que de costumbre en aquellos días. A la semana ya tenían 2 latas medianas, tal vez 3. Con un punzón de picar hielo les abrieron algunos huequitos en la tapa para que sirvieran de respiraderos.

El primer pájaro transformó el susto en batucada. Un steel band como aquellos que había escuchado en carnaval en algunas calles céntricas de la ciudad. Pico y patas contra la lata. Uñas resbalando en el metal. Pronto notaron que si envolvían la lata en alguna tela — camisetas o toallas – era posible tapar la percusión. Así, metieron los pájaros en sus latas, envolvieron las latas con camisetas y las escondieron en el fondo del closet. Dos pájaros esperando ser cambiados. Ya resignados a no aletear. Escondidos junto a las camisas que se llenaban de chiqui-chiqui porque ni la madre, ni la señora que limpiaba miraban dentro del armario, más allá de los tramos superiores o el tubo para colgar las perchas. Les habían metido algo de alpiste para que comieran. El hermano creía que sobrevivirían, que podrían ser llevados al otro día a la escuela, escondidos en los morrales. Cada uno con su pájaro. No aceptarían barajitas en mal estado, sólo nuevas, como recién salidas de un sobre recién comprado — había dicho, poniendo mucho énfasis en la palabra recién. Habían cuchicheado toda la noche, tanto que él se había quedado dormido en la cama de su hermano. Era su hermano mayor, el único.

No se había pasado a la cama del hermano luego de haberse meado su propia cama, como de costumbre, sino porque tenían que afinar los detalles de la venta. Aquella noche no se había hecho pipí y en la almohada de su hermano, abrazándolo, soñó con pájaros. Soñó que abría una puerta muy pesada y todos los pájaros se le venían encima para arrancarle los cabellos o puyarle los ojos. El susto lo despertó. Un pequeño grito había salido de su boca, al mismo tiempo que su cuerpo había pegado un brinco como accionado por resortes. Los resortes del pánico. Entonces, en medio de aquella oscuridad y aquellos sudores, vio la puerta del closet reluciente, blanqueada por una chispa de luna que se colaba por la tela metálica de la ventana. Quiso abrirla para ver si los pájaros estaban con vida, si necesitaban más aire o más alpiste, pero tuvo miedo. Quiso despertar a su hermano para pedirle que abriera la puerta del closet, que liberara a los pájaros; decirle que él no quería barajitas, pero no se atrevió. Lo único que el miedo le permitió hacer fue apoyar una oreja contra aquella puerta blanquecina. No escuchó ningún ruido que proviniera de adentro. Ningún terco aleteo. Todos los ruidos venían de afuera: leves ronquidos del hermano — esos que la madre atribuía a las adenoides – y más allá del cuarto, las voces de sus padres. La madre había dicho pájaros, estaba seguro. El padre había replicado con bandada o contrabando. Luego gritos incomprensibles, sofocados. Entonces él volvió a la cama de su hermano, a su abrazo.

A la mañana siguiente en las latas arropadas reinaba un silencio trágico. Demasiado. Con muchísimo cuidado, las abrieron. El había visto salir un vaho: las latas, por dentro, parecían cubiertas por el rocío. Húmedos, los pájaros estaban muertos. Eran tordos, ahora estaba seguro, porque era lo que le correspondía a tales pájaros negros, anodinos, sin ninguna seña que los rescatara de ser sólo un pelotón anónimo muriendo asfixiado. No sabían cómo hacer desaparecer los cadáveres y sus féretros de lata. ¿Llevarlos a la escuela o dejarlos en el closet hasta que se presentase una oportunidad mejor para deshacerse de ellos? Él prefirió dejarlos en el fondo del armario, tenía miedo de llevar un muerto en la espalda, junto a sus cuadernos y los pancitos que su madre le preparaba cada mañana. El hermano refunfuñó un poco, pero terminó aceptando. Tal vez porque no había tiempo de convencer al hermano menor de que un pájaro muerto no era realmente un muerto o tal vez porque no tenía muy claro dónde podría botar las latas y a sus tripulantes en la escuela, sin que fuese sospechoso. En todo caso, estaba la madre con sus gritos de cada mañana y muy poco tiempo para pensar.

Los pájaros quedaron en aquel closet, doblemente envueltos por el metal y la tela, cubiertos por la humedad de los rincones oscuros, protegidos por los hongos verdes y el chiqui-chiqui que ni la madre ni la señora que venía a limpiar cada dos días alcanzaban a mirar. Chiqui-chiqui, esa palabra que estaba en el fondo de ese armario que ya nadie abría: su infancia.

Pero cómo se puede estar tranquilo en la escuela con un cadáver en el armario. Mejor dicho: dos. Aquella mañana él no pudo comer, se perdió mientras la maestra dictaba unas oraciones, recibió un reglazo como castigo. Lloró un doble llanto: el del dolor y el del miedo. Lloró por la escuela y por los pájaros. Ese mediodía, la madre supuso que todavía no había sido abolido el castigo físico de las escuelas y no puso una queja al Ministerio de Educación, como correspondía. Estaba muy nerviosa, además, no tenía tiempo para tonteras — dijo. Ese reglazo estaría bien merecido — supuso — porque su hijo menor era en extremo despistado. Un lugar en el que el diablo no para de mear y las maestras dan reglazos: no sabía por qué había querido volver a un lugar como ese luego de tanto tiempo. La madre conducía nerviosamente, se comía las uñas o fumaba, decía que pronto se irían, en todo caso, que no tenía sentido ponerse a pelear con una maestra.

El desmantelamiento de la casa continuó con el descubrimiento de los pájaros. Su olor traspasaba telas, latas, hongos, rincones. La madre abrió la puerta del closet y fue golpeada por el hedor de los cadáveres. En tan solo una mañana se habían convertido en pestilencias. ¿Quién siquiera podía pensar en un reglazo, si tenía ante sí la prueba de la fetidez de sus propios hijos? ¿Por qué caminos estaban siendo llevadas sus mentes? Esa trampa – jaula era enfermiza. No poder siquiera querer a un solo pájaro. No alimentarlo por largo tiempo ni hacerlo crecer. Agarrarlo, jorungarlo y soltarlo. Luego otro y otro y otro. Estaba harta del desamor. Pájaros. Contrabandos. Bandadas. Turpiales que se mueren de rabia. Y ese hombre, tuerto y malvado, ¿a cuantas personas habrá matado en esa guerra? ¿A cuántas personas habrá visto morir?

Ahora se le ocurre que el desmantelamiento de la casa se materializó en el desmantelamiento de la trampa — jaula. Como llevada por un espíritu de fuego, la madre salió al balcón y tumbó la jaula de una certera patada. Su sandalia también salió volando y chocó contra el ventanal, ante la cara asombrada de los hijos. La jaula se deshizo contra el suelo y la madre se abalanzó sobre las ruinas. Arrancó piso y barrotes mientras lloraba y rugía al mismo tiempo. Él temió que la madre cayese fulminada por la rabia, como el turpial, por eso cerró los ojos con fuerzas y no quiso ver nada más. Cuando no quedó nada más que romper, la madre se secó las lágrimas con la palma de la mano, se acomodó el cabello y se sentó en su silla de mimbre a fumar. Entonces él volvió a abrir los ojos y la miró envuelta en una gasa de humo.

En algún punto, tras abandonar algún caserío cuyo nombre no recordaba, la carretera se hacía de tierra. Era más bien una grava rojiza que de algún modo resistía la lluvia, aunque a veces podía llegar a ablandarse a tal punto de dejar incomunicado el paso hasta La Viuda. A él se le ocurría que esa frágil conexión con la ciudad representaba la viudez del poblado.  Una mujer desamparada, a orillas de un caño del río, a la que alguien le había prometido el mar que está detrás de la jungla. Una mujer que espera, como su madre, a un hombre que sueña con pájaros. Contrabando — se le ocurre ahora — pero ¿quién puede llegar a saberlo? La vida de los padres es un misterio, un tejido roto que se va hilvanando con suposiciones. Palabras escuchadas al azar. Fotos que han atravesado años y censuras. Recuerdos inculcados. Tal vez su hijo algún día también armará algún rompecabezas equivocado con las suposiciones, con todo lo que el tiempo y el espacio trastoquen, confundan, borren. Su mujer, en todo caso, no espera frente a la viudez de un caño ningún sueño de mar, por el contrario, da la espalda a la selva, sentada en la playa de otro océano, de otro continente. Mira de frente a un mar turístico y cristalino, como si le perteneciera. Cuando su hijo quiera armar los retazos de este padre, tendrá que volar hasta este otro mundo, hasta esta selva con la maleta llena de protectores solares y repelentes de mosquitos. Ahora sólo tiene 8 años y se conforma con mirarlo en la pantalla de la computadora o de su teléfono.

Tras brincos, curvas y algunas patinadas, llegaron a La viuda, ese caserío de nada. Mosquitos, follaje y ninguna posibilidad de conectarse a Internet. Algunas construcciones de bloque y techos metálicos apostadas alrededor de una carretera aún de tierra y un estrecho brazo de río. Más allá, construcciones de bahareque. No había ni siquiera una bodega para comprar un refresco y era necesario apaciguar de algún modo el calor acumulado en ese viaje en jeep sin aire acondicionado. Además, estaba la resaca del whisky  y el insomnio. Él estaba convencido de que la falta de sueño daba sed y ya había terminado en dos tragos largos y desesperados su botella de agua mineral. Insistió en buscar algo para tomar, se imaginó a si mismo tomando de ese caño que bordeaba el caserío en caso de no encontrar ninguna tienda. Entonces el chofer decidió preguntarle a un niño que pasaba por allí dónde podían comprar bebidas. Parecían hablar en otra lengua. Un idioma ligero de silabas muy cortas y cantarinas. Pero al dirigirse a él, el chofer retomó el tono de voz en el que había hablado durante el viaje. Le indicó que podían comprar helados en una casa, que debían seguir al niño y así lo hicieron.

No era posible hacer una “inspección ocular” en ese estado — se decía y se repetía él a sí mismo, caminando tras un niño enclenque y un hombre fanatizado por la política, ese otro opio. El cansancio de los párpados ahora le cubría todo el cuerpo. También era recorrido por un cierto escalofrío. Temía un tigre, una serpiente, una emboscada en aquella casa a la que se dirigían. Sudaba mares. La camisa de algodón estaba pegada a su piel como una segunda capa de carne húmeda. El repiquetear de las gotas de lluvia en aquella ahora lejana olla de peltre volvía a sus oídos como un presagio. Debajo de sus axilas crecía un chiqui-chiqui milenario. Era el insomnio y los recuerdos — se decía mientras seguía al niño y al chofer. Los escuchaba hablar en esa otra lengua de ellos. Una lengua como de pájaros.

El hombre del ojo pequeño había estado en el apartamento una noche, antes del desmantelamiento. Se había sentado en el sofá de la sala. Había aplastado los cojines con su corpulencia. Había tomado café negro sin azúcar y se había comido un plato entero de galletas mientras contaba que en una época más feliz de la ciudad había arrendado un hotel en la avenida Bolívar. Se llamaba  Ritz. Ya tenía ese nombre cuando lo alquilé, no vaya usted a creer — había explicado imitando el acento local. Tal vez era el mismo hotel en el que él se encontraba alojado, sólo que ahora tenía otro nombre. Esta ciudad tiene ínfulas de metrópoli — continuó, aplastando más cojines, devorando más galletas – y se dedica a nombrar a todas sus construcciones con nombres de otros lados. Dicen que hubo un barrio latino en la zona del cine Rialto. ¡Rialto! Pero bueno, ¿qué se puede esperar de una ciudad cuyo nombre es un apellido francés? La madre retiró el plato vacío de la mesa y dijo como de pasada que estaba casi segura de que el nombre de la ciudad le hacía honor a un indio, un cacique rebelde de la época de la colonia. Pero entonces el hombre comenzó a contar de un escritor apellidado Maturin y de su personaje errático o errabundo. Si su teléfono recibiera alguna señal, buscaría ya mismo ese dato.

El padre había dicho bandada o contrabando aquella noche anterior al descubrimiento de la podredumbre de los pájaros. Luego, al ver la trampa-jaula rota en el balcón y los pájaros descompuestos en sus latas, había gritado desafuero o partida. Entonces comenzó la mudanza, las cajas, los juguetes dejados atrás. El padre los puso a ellos y a su madre en un camión junto a todas las cosas de la casa y se quedó en Maturín. Figura de mano alzada vista desde el vidrio trasero. Y mil años después: figura de ojos cerrados y boca apretada vista desde el vidrio de una caja.

Por un senderito de grava llegaron a la casa que era una bodega clandestina mientras en el cielo las nubes se iban oscureciendo. No querrían pagar alguna patente de comercio, supuso, y por eso no estaba abierta al público ni tenía nombre. Pero, ¿quién podría pedir algún permiso o patente en aquel fin de mundo? ¿Quién podía siquiera vivir allí? El niño abrió la puerta con naturalidad y entonces todos los presentes interrumpieron lo que hacían para mirarlos. Había dos hombres parados frente al mostrador. Campesinos, tal vez. El piso era de cemento pulido y el ambiente olía a una mezcla imposible de pescado salado y lluvia. Había cerveza y no sólo helados, como había dicho el niño. El chofer compró un helado y se lo dio al chico, quien se fue corriendo como un pájaro con su cacería. Luego pidió cervezas, agua mineral, papas fritas. Pagó con el dinero de la alcaldía. Le habló de una caja chica, una nómina o un memorando, pero él no lo escuchó. Toda su concentración estaba ahora en aquella botella de agua y luego en una cerveza que casi acabó de un solo trago como si así pudiese sofocar la sed, pero también los recuerdos y el sonido del repiquetear de las gotas sobre el peltre que se había reanudado en su cabeza. El bodeguero los miraba con curiosidad. Venimos de Maturín — le dijo el chofer, otra vez en su lengua cantarina. ¿Mucha lluvia por allá? — preguntó el bodeguero con el mismo acento. Intercambiaron sonidos un rato, como notas musicales, mientras a él se le perdía la mirada entre los potes de margarina y las pastas de dientes que ofrecían las repisas. Algunas paredes cubiertas por propaganda del gobierno. Un cazón salado estaba en el mostrador y era el origen de ese olor espeso que regía al aire encerrado de aquella bodega. No abren la puerta — pensó — para conservar el frescor del techo de caña brava.

Ante la curiosidad de los otros, el chofer se dirigió a los presentes como quien da un discurso político. Habló de la carretera, del proyecto, del progreso y del mar; lo señaló a él y lo presentó como el ingeniero encargado, experto en vialidad. Pero no en selvas – pensó él y sonrió ante los hombres que lo miraban como a un mago. Algunos hicieron preguntas en aquella lengua cadenciosa. Detalles referidos al tiempo, al dinero y sobre todo a la necesidad de mano de obra. Él contestó como pudo. Hombres que nunca habían visto el mar — pensó y se tomó el primer trago de su segunda cerveza. ¿O tal vez sí? Tal vez habían navegado por ese caño que finalmente desembocaba en aquel mar pedregoso.

Junto a la única ventana de aquella bodega oscura, otro hombre lo dijo: al mar puede llegar está gente a través de los caños, si quiere. O cómo cree usted que entra y sale el contrabando… Lo que en verdad se necesita es una carretera asfaltada que comunique con Maturín — concluyó y siguió tomando de una botella escondida en una bolsa de papel.  El bodeguero miró al hombre de la ventana con mala cara y habló de lo impenetrable de aquella selva, de la otra gente que había tratado de domarla. Parecía querer tapar las palabras de aquel hombre con sus propias palabras. Cantó con su voz de trino por encima de todas las voces. Contrabando — pensó él. También pensó en bandadas. El chofer refunfuñó, dijo que lo que había impedido la construcción de la carretera había sido la corrupción y no la selva. Citó a Simón Bolívar con aquello de “Si la naturaleza se opone….” y finalmente se hundió en su cerveza nuevamente, con el entrecejo fruncido. Los campesinos siguieron en sus asuntos también. Él, en cambio, se quedó mirando a aquel hombre de la ventana mientras afuera se desataba un aguacero tan fuerte que probablemente haría imposible el regreso.

Liliana Lara (Caracas, 1971). Vive en Israel desde el año 2001. Profesora de español. Ha publicado el libro de cuentos Los jardines de Salomón (2008), Premio XVI José Antonio Ramos Sucre 2007.  Su libro Trampa–jaula resultó finalista del Premio Equinoccio de Cuento Oswaldo Trejo 2012.


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