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Sin música de fondo

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Arnoldo Rosas (Venezuela)

La piscina es una presencia azul donde flotan algunas hojas amarillas. Jesús se divierte sacándolas del agua, bajo la mirada continua de Carmen.

Fumo en la silla de extensión, consciente de que esta paz es perecedera. Trato de aprenderme el cielo con una lectura veloz para cuando el estrés recobre sus dominios.

Casi no hay sol, y el viento se escondió en las frondas de las acacias. Oigo risas que se aproximan arrastrando pantuflas por los escalones.

Jesús le da tregua a la hojarasca para observar a los recién llegados. Una pareja y su hija de unos ocho años. Traen toallas y un deslizador de anime. Se instalan en el otro extremo, ignorándonos.

Carmen le grita a Jesús que deje de estar destapando el depósito de cloro. Él sonríe y, chapoteando en el agua, se va otra vez a perseguir hojas y ramas.

Apago la colilla en el cenicero de vidrio que hay en la mesa, y le pido a Carmen que me eche bronceador. Su mano es suave y firme.

—Tienes una picada en la espalda —me dice.

Huele a tabaco dulce. Nuestro vecino fuma pipa mientras lee un libro de portada multicolor. Desde aquí no distingo el título.

—¿Te echo en la cara?

Jesús sale de la piscina y viene a sentarse con nosotros, le pide la toalla a su mamá y se seca.

—Quiero jugo —nos pide.

—Agarra, en la cava hay.

Carmen lo ayuda para que no derrame.

—Te estás poniendo negro, mi amor.

El cataplash de alguien zumbándose al agua se impone a nuestras palabras. Jesús deja el jugo y grita: «¡Hurra!», y sonreímos.

La niña emerge con la cara cubierta por una cortina brillante de cabello castaño claro. Abre la boca en busca de aire y bracea para no hundirse de nuevo.

Me provoca imitarla. El sol ya se decidió a vivir, pero el agua en la piscina está helada. Meto primero los pies y un corrientazo me recorre el cuerpo hasta la base del cráneo.

—¡Coño!

Carmen se muere de risa tras de mí.

—Tú papá sí es cobarde —le dice a Jesús, y él  también ríe.

Me hundo lentamente agarrándome con las manos del borde de la piscina. El frío va ascendiendo por mis piernas, penetra en el traje de baño, tornea mi tronco hasta el cuello.

—Húndete todo, papi.

Lo hago. Con los ojos abiertos busco pisar en la parte más honda. Los azulejos parecen moverse con destellos claros de sol. Llego al fondo y voy liberando burbujas de aire. Así debe ser el cielo: Una piscina profunda, y suficiente oxígeno en los pulmones.

Subo lentamente sin soltar el borde. Tropiezo con los pies de Jesús que se ha sentado allí. Lo muerdo suavecito y él sacude las piernas. Emerjo, y agito la cabeza para salpicarlo.

—¡Ay, papi!

—¿Te mordió un tiburón?

Carmen ríe desde la mesa.

—Tírate al agua con papi, Jesús.

Él no hace caso y detalla a la niña en el otro extremo de la piscina: Flota con el pecho sobre el deslizador de anime. Si estuviera en el mar, las olas no la dejarían mantener esa actitud aletargada, placentera.

Sopla un poco de brisa  y otra vez me llega el aroma del tabaco. La mujer está sentada en el suelo con traje de baño negro. Parece mayor que el hombre, quien no aparta los ojos del libro.

Salgo de la piscina y Carmen viene a estar con Jesús. Ha adelgazado. Ya no tiene barriga y la cintura es casi perfecta. Hoy la noto feliz.

No me seco, que la brisa haga su labor. De pie, prendo el cigarro y miro hacia las torres. Es hermoso este conjunto residencial. El primer sorbo del tabaco es el más agradable. Todas las comodidades, esos pequeños placeres. Expiro: Contemplo el humo disolviéndose en el aire. Suficientes jardines como para ser niño de nuevo: Robin Hood o Tarzán o Bomba o Jim de la Selva en la espesura, entre los árboles…

La niña sale del agua dejando olvidado el deslizador. Camina como una garza mientras con el dedo se acomoda el traje de baño rosado pálido que se le ha metido entre las nalgas. No entiendo lo que le dice la madre.

—Hablan inglés —escucho que murmura Carmen para sí, abrazando a Jesús en lo más profundo de la pileta.

Jesús señala la tabla de anime que, a la deriva, adormece en la superficie, y manifiesta el deseo de atraparla. Su madre lo disuade:

—No, mi amor, eso no  es tuyo, hay que respetar lo ajeno.

La brisa mueve las ramas de los árboles y el frufrú característico subraya la tranquilidad de la mañana. Me tiendo en el piso. Un grupo de hormigas dibujan una línea por las grietas del cemento. Boto la ceniza del cigarro con descuido y el sádico que late en uno me sugiere apuntar la brasa hacia los insectos: Se exasperan y seguro desgarran un grito de feromonas.

—¿Qué haces, papi?

—Nada. Fumando.

—Quiero jugo.

—Vamos.

Carmen bucea, de punta a punta, la piscina. Saca la cabeza a ratos y de nuevo prosigue bajo el agua. Por fin sale sonriente a reunirse con nosotros al lado de la cava.

—¡Qué rico! —exclama mientras se seca—.Quién pudiera estar aquí siempre.

—Algún día, amor. Algún día. ¿Te sirvo?

—Sí.

Los gringos risotean en la otra orilla. La mujer permanece sentada, con la mirada hacia donde padre e hija se persiguen mutuamente, en círculos. La pipa está humeando en el suelo junto al libro multicolor.

El hombre ha cazado a la niña y  la carga. Ella agita las piernas y se le aferra al cuello.

—¿Qué hacen, papi? —pregunta Jesús asombrado.

—Juegan, amor—explica Carmen desde la silla, atrayéndolo hacia ella y posándolo en su regazo.

Me acomodo en el césped a ver jugar a los vecinos. Él se carcajea cuando la niña cae, salpicando espuma y agua, en la alberca. La madre, también alegre, mueve las manos como si exclamara: «¡Oh, ustedes sí son!» Quizá eso es lo que expresa. ¡Quién sabe! Tengo que aprender inglés, si quiero tener futuro.

La niña sacude la cabeza y le grita algo al padre, quien ríe cada vez más fuerte, coreado por la mujer.

—Debe ser gerente de alguna transnacional—comenta Carmen, acariciándole la cabeza a Jesús que está como hipnotizado: Tiene sueño.

—¡Claro! ¿Quién más puede pagar un apartamento en un sitio como éste?

—Los del Cuerpo Diplomático.

Jesús se levanta espabilándose. Agarra de la mano a su mamá y la lleva sin resistencia a la piscina.

—Vamos a meternos, mami.

—A que no me ganas.

—A que sí.

También me uno al grupo: No hay como un buen chapuzón para entonar el cuerpo.

—¿Cuándo regresa tu jefe? —me pregunta Carmen mientras la abrazo en el agua.

—No lo sé. Pero no esta semana.

—Es decir, el próximo sábado hay que volver.

—Ajá. De nuevo —afirmo contrito—. Todo un Asistente Administrativo de una firma internacional, cuidando el apartamento de su jefe. ¡Ironías de la vida!

—No importa, amor. El deber primero. Y un favor se le hace a cualquiera — comenta complaciente.

Me zambullo, buceando hasta el fondo y ascendiendo hacia donde Jesús patalea tomado de la mano de Carmen. Salgo entre los dos y gritan.

La otra familia ha recogido sus cosas y se marcha, subiendo las escaleras.

Ahora el sol está mejor que nunca, el agua no está tan fría, y la piscina es toda azul, toda nuestra.

Arnoldo Rosas (Venezuela, 1960). Perteneció al Taller de Narrativa del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (1981-1982). Diplomado en literatura creativa del programa UNIMET-ICREA (2010). Premio de Narrativa Régulo Guerra Salcedo 1987, Premio de Narrativa Rosauro Rosa Acosta 1988, mención especial Concurso Literario Andrés Silva 1991, primer finalista Bienal Literaria Nueva Esparta Chevige Guayke 1991, mención de honor Bienal Latinoamericana de Literatura José Rafael Pocaterra 2000, mención de honor del jurado VII Concurso Nacional de Cuentos Sacven 2009. Textos suyos están presentes en Antología de narradores neoespartanos (1993), en Antología de narratistas orientales (1994), en Recuento, Antología del Cuento Breve Venezolano (1994), en Quince que cuentan (2008) y Cuentos Sacven 2009 (2010). Ha publicado los libros de relatos Para enterrar al puerto, Olvídate del tango y La muerte no mata a nadie; la novela corta Igual y las novelas Nombre de mujerUno se acostumbra y Massaua.


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