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El descenso

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Nicolás Correa (Argentina)

La realidad trabaja en abierto misterio.
Macedonio Fernández

Era el cuarto día consecutivo de lluvia. Gamarra se asomó a la ventana y negó con la cabeza. Detrás estaba su mujer, que llegó hasta él, para tomarlo del hombro y alejarlo de la visión. El llanto del chico hizo que Gamarra y la mujer le dedicaran una mirada ligera. Ella lo tomó en brazos y empezó a mecerlo, él volvió a su posición y observó la calle, donde se formaban piletas de agua oscura.

Era como un animal enjaulado, su mujer lo había comprobado durante esos días. Tenía la mirada cargada de algo que ella nunca había presentido. Era una sombra que le cruzaba la cara, como una cicatriz, y lo transformaba en un hombre distinto del que conocía. Se alejaba de ellos y se iba frente a la ventana, o buscaba el galpón y se ponía a trabajar en la cuna de madera que estaba construyendo para su hijo. Desde el interior de la casa se escuchaban los golpes secos del martillo una y otra vez. La mujer le llevaba un mate y Gamarra solamente estiraba la mano, sin mirarla, y chupaba la bombilla. Ella se alejaba y se ponía a cocinar, no quería molestarlo, en algún punto desconocía a ese hombre.

Esa noche la mujer se acostó, luego de lavar los platos y dejar la casa en orden, el chico estaba a su lado y Gamarra había vuelto a internarse en el galpón. La luz de la pieza comenzó a hacer intermitencias. La tensión bajó de golpe y se oyó un zumbido hasta que todo quedó a oscuras. El chico pegó un grito, pero no fue el único, se escucharon otros gritos aislados, que venían de las casas vecinas. Ella se sentó en la cama y tomó a su hijo. Se escuchó el ruido de una puerta, que se abría con torpeza, y la voz de Gamarra llamándola en la oscuridad. Él la iluminó con el celular, mientras la mujer lo rodeó con sus brazos, y dijo que iba por el sol de noche.

Puso cuatro velas en la mesa redonda del comedor. El sol de noche estaba en la mesada de la cocina, como un faro en medio de un oscuro océano. Gamarra abrió la puerta de calle y vio que todo estaba bajo sombras. En muchas casas alumbraba tenuemente el brillo de las velas. La lluvia seguía cayendo de forma constante. Bajó a la vereda y sintió el barro debajo de sus zapatos. Respiró profundo y miró a su izquierda: el barrio se hundía en una oscuridad misteriosa. En cambio, a la derecha, en la otra cuadra, todavía tenían luz. Suerte, pensó. Entró a la casa. Tomó el teléfono, pero lo soltó al instante, estaba muerto.

Se quedó en el lugar durante unos segundos. Ni siquiera tenía crédito en el celular, hacía cuatro días que no trabajaba. La mujer le dijo que se iba a dormir. En la mañana tendrían luz y dejaría de llover. Gamarra asintió con la cabeza mirándola de refilón. Tomó el sol de noche y salió en dirección al galpón.

Antes de ponerse a trabajar en la cuna, estuvo sentado mirando la lluvia. Las gotas se mostraban como pequeños diamantes, que caían al suelo y se deshacían. A lo lejos se escuchaba el ladrido de un perro. Había una quietud extraña, oía un zumbido del que no podía descifrar la procedencia. Gamarra observó sus herramientas apoyadas contra la pared y se frotó las manos en los muslos de sus piernas para sacarse el frío. Se puso de pie, tomó la escofina y comenzó a trabajar sobre la madera.

Después de medianoche la lluvia se intensificó y el ruido de las chapas no lo dejaba concentrarse en su tarea. Había bajado más la temperatura. Fue hasta la casa, se paró en la puerta de la pieza con una vela, y observó a su mujer y al chico, que dormían, uno al lado del otro, en esa comunión irreproducible que duraría una eternidad. La habitación tenía un calor especial y estaba limpia y seca.

Encendió la cocina y puso a calentar la pava. Preparó el mate y salió otra vez en dirección al galpón. El agua caliente, la yerba, esa fusión, corría por sus entrañas como si lo purificaran de algún mal. Sentía el sabor amargo corriendo por sus extremidades, quitando la humedad que se había instalado en su cuerpo. Apoyó la espalda en la pared y sintió que se establecía una batalla en su interior. El frío de la pared trataba de tomarlo, pero la calurosa yerba lo evitaba. Miró por la ventana, que daba al patio, y la oscuridad parecía tragárselo todo. Dejó el mate en el piso, mientras el viento cambiaba la dirección de la lluvia, que ahora chocaba contra la ventana. Cerró los ojos y se quedó dormido.

Una explosión lo despertó. Miró por la ventana y vio la oscuridad del cielo y la lluvia. Se puso de pie, tomó el sol de noche y salió en dirección a la casa. La penumbra seguía imperando dentro de su hogar. Gamarra se acercó a la pieza y vio que su mujer estaba dormida y el chico despierto, con los ojos que revolvían las sombras. Cuando lo vio, levantó los brazos hacia él, que estiró su mano y le tocó la cabeza. Salió de la pieza y encendió la luz, pero fue en vano. Abrió la puerta de calle, sintió el frío en las manos y la cara. Un viento leve arrastraba las gotas hacia adentro. Bajó a la vereda y miró hacia la derecha. Había un hombre en la otra cuadra, observando en dirección a un poste de luz. El hombre miró hacia donde estaba Gamarra, ambos se miraron y quedaron en esa posición, sintiendo la lluvia que picaba en sus cuerpos.

Gamarra volvió a entrar en la casa, se puso las botas y una campera rompevientos. Estuvo alrededor de diez minutos para atravesar la zanja de barro en la que se había convertido todo. Cuando llegó a la esquina, vio que en la cima del poste había una rama que había partido en dos el transformador de la cuadra. Bajó la vista y vio al hombre de antes, apoyado contra el pilar de una casa. Tenía un piloto amarillo y fumaba con tranquilidad. Su cara estaba llena de arrugas, pero no parecía viejo.

―No tienen luz, ¿eh? Un problema no tener luz.

Gamarra negó con la cabeza y se apuró a hablar:

―Y con esta lluvia… Se pierde toda la comida.

―Sí, podríamos estar… ―el sujeto chupó el cigarro interrumpiendo la frase― peor. Me enteré de las inundaciones de Capital y casi me alegro. Nosotros tenemos el arroyo a una cuadra y media y estamos bien.

―Mi hijo no para de llorar…

―Los chicos son así. Tengo varios nietos que son insoportables, pero qué se le va a hacer. Son chicos, lloran. Dicen de la empresa que vienen en dos horas. El del clima dijo que iba a aflojar como a la una.

―¿Y le va a creer?

―¿Y qué voy a hacer? No me queda otra. Yo también trabajo en la construcción ―comentó el hombre chupando el cigarro y largando el humo por la boca, con fuerza―. Lo veo salir todas las mañanas con el casquito amarillo y el bolso ―el hombre volvió a chupar el cigarro, lo miró, y luego lo arrojó al barro con los dedos―. Con este tiempo no podemos levantar una pala.

Gamarra asintió con la cabeza, giró sobre sí y salió en la dirección por la que había llegado. En el camino hacia su casa, pensó qué sería de ellos si todo se inundaba. ¿Dónde irían a parar? ¿Y si tuviéramos un terremoto? Afirmó con la cabeza, mientras el agua le golpeaba la cara.

Entró en la casa y encontró a su mujer sentada con el chico, había un mate sobre la mesa, que lo estaba esperando. La miró, pero no dijo palabra. Ella tampoco habló. El chico jugaba con el pelo de su mamá.

Después de un rato, escucharon unos gritos en la calle. Miró a su mujer y le dijo que se quedaran en la casa, iba a salir. Se calzó la campera y salió. Su mujer tomó al chico y vio por la ventana cómo él se perdía en la lluvia.

El hombre caminó por la calle de barro con dificultad, hasta la esquina, al doblar descubrió en la mitad de la cuadra una camioneta blanca. También descifró a un hombre de azul subido a una escalera, que estaba apoyada entre los postes que sostenían un transformador. Debajo había otro hombre de azul, sosteniendo la escalera, y a unos pasos, un viejo y dos mujeres que les gritaban algo. Avanzó por el barro y notó que a pesar de la lluvia, los vecinos iban saliendo de las casas. Antes de que llegara al lugar ya había veinte personas bajo el transformador.

―¡Tres veces por semana cortan la luz, desgraciados! ¡Yo pago todos los meses!

―Abuelo, estoy trabajando. Si no le gusta, llame a la empresa y quéjese ahí ―respondió el tipo que estaba en la cima de la escalera.

El hombre que estaba debajo de la escalera le pidió a la gente que se calmara. La lluvia seguía cayendo perpendicular sobre ellos. Gamarra quiso preguntar algo a una señora, pero esta lo ignoró. El hombre que estaba en la cima de la escalera comenzó a descender. Una vez abajo, el viejo le dijo que era un maleducado y el tipo le pidió que no lo molestara más, estaba trabajando para reestablecer el servicio.

El hombre de azul dijo que no podían trabajar más con esa lluvia. Volvió a subir por la escalera, mientras el otro lo sostenía desde abajo. Gamarra miró a sus espaldas y vio que se había juntado todo el barrio bajo el transformador. El viejo volvió a alzar la voz, mientras el resto de la gente murmuraba.

―¡Desgraciados de mierda! ¡Arreglen la luz, chorros!

―Señor, nosotros somos trabajadores, como todos ustedes. No es culpa nuestra.

El viejo se abalanzó a los gritos contra el hombre de azul, que más vigoroso, lo empujó con una mano y tiró al viejo al barro. Se hizo un silencio atroz. El hombre se inclinó para agarrar al anciano, que chillaba como una rata enloquecida, pero escuchó en el silencio del gentío la respiración de cada una de esas personas que lo observaban. Levantó la cabeza y vio los rostros cansados, mojados, con las mandíbulas contraídas y los dientes apretados. Se incorporó y ascendió por la escalera hasta la mitad. Ahora los dos tipos de azul estaban subidos en la escalera.

El tipo de piloto amarillo sacó un paquete de cigarros y se llevó uno a la boca. Gamarra lo miró e hizo un paso hacia atrás. El otro sonrió y negó con la cabeza. La gente comenzó a gritar a los dos hombres de azul, que daban todas las explicaciones posibles. Comenzaron a tirarles piedras y barro y todo lo que encontraban en el piso.

Garuaba sin interrupción cuando varios chicos se hicieron de la escalera desde abajo y la empujaron hacia la calle. Como una torre, la escalera planeó en dirección al vacío, mientras los dos hombres, agarrados a la estructura de metal, gritaban. La muchedumbre se abrió para ver el descenso.

― Si esto no es un sueño, pega en el palo ―comentó el hombre de piloto amarillo.

Una vez en el piso, el gentío se fue sobre los dos hombres. Gamarra giró sobre sí buscando al tipo de piloto amarillo, pero no lo encontró. Caminó con paso apurado en dirección a su casa. Cuando estaba entrando, oyó unas sirenas. Cerró la puerta con llave y miró a su mujer, que estaba jugando con el chico, iluminados tenuemente por una vela.

― Estás bien? Escuché unos gritos y pensé que…

―Me voy a poner a trabajar. Voy para el galpón.

La mujer afirmó con la cabeza y vio salir a ese hombre que aún le parecía un desconocido. Garuaba intensamente y la oscuridad parecía caer sobre la casa. Era el quinto día consecutivo de lluvia, y Gamarra lo sabía, lo sabía muy bien, había cosas peores.

Nicolás Correa (Argentina, 1983). Ha publicado los libros de cuentos Made in China (2007), Engranajes de sangre (Milena Caserola, 2008), Prisiones terrestres (Editorial de la Universidad de La Plata, 2010) y 83 (Colección Exposición de la Actual Narrativa RioplatenseEditorial El 8.vo Loco / Milena Caserola, 2013); la novela Súcubo. La Trinidad de la antigua serpiente (Editorial Wu Wei, 2013) y el poemario Virgencita de los muertos (Colección Los Detectives Salvajes, Editorial Libros de la Talita Dorada, 2012). Ha recibido diferentes premios y menciones y relatos suyos aparecen en diversas antologías. Participó en las revistas Oliverio y Culturamas (España) y Lenguaraz (México). Es coordinador del ciclo Las Lecturas. Cruce, junto a Ana Ojeda y Juan Marcos Almada, y fundador del grupo de nueva crítica argentina Las Lecturas.

Fotografía: Daniel Mordzinski.



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