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Cinefilia

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Cristina Rojas (Venezuela)

Querida Gabriela:

No te había escrito antes porque, francamente, no estaba de ánimos para relatar nada de lo sucedido en las últimas semanas y meses. Mariana me dijo ayer que ya ella te había adelantado lo de mi ruptura con José Enrique, así que decidí echarte yo misma el cuento con detalles.

Ya sabes cómo son estas cosas, amiga. Una se enamora por pendeja y al inicio ignora en qué parará todo el asunto. José Enrique era lo que podríamos llamar un buen tipo: inteligente, culto, con gran sentido del humor. Y lo más importante: estaba muy enamorado de mí.

Las primeras semanas el asunto marchó de maravillas. José Enrique solía invitarme a cenar y unas cuantas veces fuimos al cine del Centro Plaza. A mí me resultó medio raro, porque tú sabes, una está acostumbrada a ir al Sambil, al San Ignacio, pero como él había estudiado cinematografía pensé que no debía molestarme ese detalle: al contrario, al lado de los descerebrados de la oficina, José me parecía una rareza: un carajo instruido, leído; un intelectual, pues. Eso sí: José no paraba de citar nombres y hacer conexiones entre películas. Yo creo que conocía los nombres y apellidos de todos los técnicos, productores y directores del mundo.

Al poco tiempo, cuando ya me tenía mansita, empezó a hablarme del cine francés y de una cosa llamada «La ola nueva» o algo así. Yo lo oía con atención y, embobada como estaba, dejaba que él me introdujese en todas aquellas historias sobre cómo los franceses habían cambiado para siempre el modo de hacer cine y demás.

Lo malo vino cuando se le ocurrió llevar la teoría a la práctica.

Un día José me dijo que en la Cinemateca estaban dando un ciclo de las películas francesas de las que tanto me había comentado y, por supuesto, no podíamos perder la oportunidad de verlas en la pantalla grande, agregó.

La primera película, cuyo nombre no recuerdo  —José Enrique se negaba a mencionar los títulos en español— era en blanco y negro y trataba de una mujer que vendía periódicos y un tipo que cargaba un cigarro en la boca de forma perenne. La verdad es que aquello me dejó medio fría, pero a la salida del cine me hice la interesada mientras él iba explicándome cosas ininteligibles sobre tipos de cortes y por qué el actor le hablaba directamente a la cámara. Yo no entendí mucho, pero agradecí su interés por educarme sobre esos tópicos de los que, hasta entonces, nada sabía.

El tema es que, bajo la excusa de la programación de la Cinemateca, José se obsesionó con llevarme a ver todas esas películas y fue dejando de lado cualquier otro tipo de salida. El colmo,El-Aliento-del-Dragón-001 lo que de verdad terminó de rebasar mi paciencia, fue una llamada «El año pasado en yo-no-sé-donde». Qué manera de perder el tiempo, amiga. Un bodrio ladillísima donde dos personajes lo único que hacían era caminar por un hotel y decir unas vainas absurdas. Intensísimo todo. Por eso fue que a la salida le dije: mira, José, tú me gustas mucho y todo lo demás, pero a mí esta película me pareció un absoluto sinsentido. ¿Y qué crees que pasó? El tipo se arrechó como si yo le hubiese mentado a la madre y me dejó plantada en plena plaza de Los Museos.

Al día siguiente no recibí respuesta cuando lo llamé, pero a los tres días se apareció en la casa con una botella de vino y un DVD de «Casablanca». Esa noche hicimos las paces sin ningún problema.

Aún con el hálito de enamoramiento que me embargaba después de la reconciliación, a la semana siguiente le propuse a José Enrique ir al cine a ver una comedia romántica con la catirita, Reese Witherspoon. Aquel hombre casi me come viva, amiga: empezó a pontificar, que él no perdía su tiempo viendo esas basuras hollywoodenses, que el verdadero cine era otra cosa, que el cine de Hollywoood no tenía ideas, que todos los grandes habían sido europeos y, en resumen, que no contara con él para aumentar la taquilla de semejante bazofia. Yo me quedé callada; total, el experto en cine era él. Eso sí: cambié de estrategia y le dije que estaba antojadísima de una comidita árabe. Menos mal, porque ese plan salvó la velada.

La película con Reeese Witherspoon fui a verla con Mariana. De lo que se perdió José, pensé. Una maravilla. Se llama: «Cómo saber si es amor», te lo digo para que le eches un ojo en cuanto tengas un chance.

Para no hacerte el cuento muy largo, querida Gabriela: resultó que luego de un par de meses saliendo, José Enrique un día me llegó con la noticia de que quería que conociese a sus amigos. Y así fue: nos reunimos en una tasca de La Candelaria. Eran cinco manganzones salidos como de una película de nerds. Uno tenía una franela de «La Naranja Mecánica» (ya José y yo la habíamos visto en su casa), otro era un gordito con acné al que se le notaba a leguas la soberbia; el otro estaba disfrazado de bohemio: usaba bufanda y boina y tenía ademanes más bien raros. Los otros dos eran nulísimos y, cuando llegamos, estaban discutiendo algo acerca de no sé cuál teoría sobre el cine de un tal Todd Solons.

¿Qué puedo decirte que no imagines ya? Esa noche descubrí que existía algo más aburrido que una película muda: una velada con aquellos seis mal pegados. No me dejaron hablar ni un solo momento y se enfrascaron una y otra vez en disertaciones sobre cine europeo, iraní y coreano. Todos dijeron pestes de la industria de Hollywood y el gordo hasta le dio un puñetazo a la mesa cuando alguien mencionó algo de la «nueva comedia americana» (cosa que yo no sé qué es pero transcribo fielmente a los fines de este relato).

En todas esas horas de agonía José Enrique apenas si me dedicó dos miradas. Estaban los seis como en trance, mana. Ahí supe que los cinéfilos son una secta y que casi todos sus miembros parecen vírgenes y tienen el ego por las nubes. Así que, desde mi esquina, me dediqué a beberme las cervezas como quien traga té frío y a ver el partido de fútbol que estaba sintonizado en el televisor del local.

Al final cada quien se fue a su casa.

La semana pasó sin sobresaltos. Acompañé a José un par de veces a comprar películas piratas en el pasillo de Ingeniería de la UCV, fuimos a cenar y yo estuve sacándole un poco el cuerpo con el argumento de que en la oficina me tenían hasta el borde de trabajo y necesitaba descansar. Lo cierto es que ya empezaba a abrumarme todo ese asunto del cine; si al principio me pareció divertido, ahora me sentía como una alumna obligada. Decidí aprovechar y dedicarme más tiempo a mi misma, retomar la rutina del gimnasio y enfocarme en el trabajo que me aguardaba en la oficina.

Pero bueno, tampoco podía terminar así de sopetón con tan buen partido. Tú sabes cómo es, Gaby: el que no está casado, es parcha. Por eso fue que acepté volver a salir con el club de los cinéfilos en varias ocasiones más. Y no creas, yo puse todo mi mejor esfuerzo, porque la verdad sea dicha: aquellos tipos ni me consideraban. Era como si pensasen que yo era una descerebrada por no compartir sus conocimientos sobre cine. Eso me dolió, porque me parecía que José, por extensión, también me veía un poco de la misma manera. Además, la historia de la primera salida se repitió en todas las siguientes ocasiones: él entusiasmadísimo hablando de la «narrativa» en la obra de tal cineasta, discutiendo con los amigotes, y yo relegada a un rincón..

A todas estas debes estar preguntándote qué tal marchaba el sexo. Ése era otro dilema, chama. Con el paso del tiempo fui notando que José Enrique me hacía el amor como para salir del paso porque, invariablemente, después del acto enseguida sacaba un DVD y me lanzaba el clásico: «Mi amor, ésta tienes que verla porque es una obra maestra».

Cuando la vaina se hizo costumbre ya yo tenía la paciencia y la moral por el piso. ¿Era posible que aquel hombre no tuviese cabeza sino para hablar de cine y ver películas? Por eso fue que se me ocurrió un plan. Me dije: a éste tengo que atraparlo sea como sea. Así que fui y me compré una ropa interior putísima para lucirla en el próximo encuentro.

Recuerdo que fue un viernes. José Enrique me invitó a cenar a su casa y al terminar la comida dijo que lo que estábamos a punto de ver me cambiaría la vida. Y yo ansiosa, porque lo último que tenía en la cabeza era sentarme a ver otra película incomprensible. Además, el vino de la cena me había puesto alborotadita, imaginarás. Total que nos sentamos en el sofá  y desde los primeros minutos intuí el desastre.

La película era de un fulano llamado Tarkovsky y era más aburrida que una misa; casi ni diálogos tenía. Francamente, Gaby: yo no sé de dónde sacaba ese hombre tanta película ladillosa. Ver aquello como plan de viernes en la noche me parecía una estafa, por eso fue que mientras José estaba absorto en la pantalla yo empecé a hacerle cariñitos como para ver si se alebrestaba. Además, no habían pasado ni diez minutos cuando me empezó a entrar un sueño tremendo, así que había que ponerse en acción, calculé, o todo se iría al carajo.

Pues bien, amiga: ahí estaba yo haciendo más malabares que hippie en semáforo y José nada que reaccionaba. Hasta que en un momento decidí ser frontal, me quité la camisa para lucir mi sostén nuevo y, como si fuese poco, le agarré el paquete. Más vale que no: el hombre saltó como una fiera y me dijo que cómo se me ocurría importunarlo así mientras estábamos viendo semejante obra maestra. El carajo ni siquiera reparó el la ropa interior que tanto me había costado, ¿puedes creer? Claro, oír aquella muletilla de las «obra maestra» fue lo que terminó de arrecharme en serio.

Me paré —todavía con las lolas al aire—, agarré el control remoto y apagué ese perol. Entonces le dije que me tenía obstinada su enfermedad con el cine, que me asqueaban sus películas para eruditos, que él sería muy conocedor de obras maestras (escribo esto y vuelvo a enervarme) pero que nada de cogerme como debía ser. Por supuesto, no perdí oportunidad para recriminarle que me dejase a un lado cada vez que se reunía con aquella cofradía de cinéfilos con pinta de vírgenes, y hasta le dije que se podía meter su Tarkovsky y su Bergman y su «Año pasado en Marienbad» (no sé cómo me acordé del título en medio de mi acceso de ira, pero así fue) por donde mejor le cupiesen, pero que yo no era florero de nadie.

¿Sabes qué hizo, Gaby? Me preguntó, de lo más tranquilo, si ya había terminado con mi perorata pues él debía continuar viendo la película. Me puse la blusa y recogí mis cachachás. Cuando abrí la puerta lo vi dándole play al DVD.

Lo que soy yo, no vuelvo a ver nada que no sea Rocky.

Un abrazo,

Tatiana.

Cristina Rojas (Porlamar, 1981). Licenciada en Artes por la Universidad Central de Venezuela. Cursó la maestría en Literaturas Española y Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires.


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